Paul Auster

En un mercado de pulgas, me compré mi primera máquina de escribir, con data de 1956. Usada por un marplatense atorrante, según las cartas mohosas del interior de su estuche. Estaba a muy buen precio, y sólo le fallaba la cinta de la tinta. Me pasé una mañana entera desarmándola y limpiándola en la mesa del comedor de la abuela, mientras ella quemaba mis tostadas. Hallé un paleativo para dicha cinta; la mojaba con tinta para sellos y un poco de algodón. Debajo de las uñas permaneció un color carbón, por al menos dos semanas. Compré su respuesto de casualidad, camino al hospital, para mi última quimioterapia.

Verde pastel, como me gusta a mí. Pude escribir un par de cartas de amor, y muchas fés de erratas. Lo que maravillaba a mi entender mundano, era lo que se imprimía con ella: muchas horas de preparación, ejercitación de los músculos del brazo, interminables relecturas.

Me acompañó dos años, hasta que debí usarla para un mandado especial, algo que nunca había hecho antes. Me costó cinco días y un cuarto terminar, sólo para recordar que me faltaba lo más importante.

Una semana después, mi profesor retorna mi trabajo, tipeado en la maravillosa máquina de escribir verde pastel, de teclas color crema, exceptuando la ñ, que era de color negra, un injerto de algun otro aparato.

«Deberías comprarte una computadora», decía la nota al pie de mi profesor. Y nunca hallé tan poca coherencia, como el día en que con un clic, fui beneficiada con una notebook que ahora guarda data de 2019.